Se vienen otra vez las noches de frío intenso, los días más cortos, las lecturas al lado del calefactor, la compañía del vino en las noches bohemias, las pocas ganas de darse una ducha antes de salir de casa porque de antemano sabes que no se te va a secar fácil el cabello, que te va a salir aire humeante por boca y naríz en las mañanas, que no basta con ponerse un pantalón y un saquito , sino que toca usar calzar térmicas abajo para que no se te congele el cuerpo por completo, que debes ser cauteloso y andar siempre con bufanda, gorro y guantes y que siempre debes usar una chaqueta rompevientos o un abrigo tipo cobija para que el viento no se te entre por los puntitos del tejido de tu ropa y la hipotermia no te ataque.
Un amigo muy sabio me decía hace poco que para estos días había que hacerse el propósito de conseguirse un cuerpo distinto al de uno, no necesariamente para hacer prácticas anatómicas -aunque puede llegar a ser divertido- sino para darse abrigo, para darse eso que llaman calor humano; a mi me causó bastante risa la idea de aquel sujeto, pero creo que tiene razón, el lío es que ahora me encuentro en una encrucijada porque antes que encontrarme con un cuerpo me crucé con un ser, sentí como si un rayo me hubiese partido los huesos y me hubiese dejado estaqueada en la mitad del patio.
Ahora se llega el invierno y vamos a recibirlo en compañía, con los dedos un poco congelados, pero con el calor que te da el corazón y un buen vino tinto, si les queda alguna duda, pregúntele a Benjamín, a la Gorda Estella, a Belén o a Gato.